Muchos poetas intentaron explicar la magia de las esquinas de Buenos Aires con absoluta belleza y poco éxito. Quizás la característica que las define es una sola palabra: sorpresa. Y créalo, esa noche de Sanata solo hubo el nombre del bar.
En uno de esos domingos por medio que Víctor Cejas se presenta con “Víctorynos” en Sanata, en la esquina de Sarmiento y Sánchez de Bastamente, en plena ciudad de Buenos Aires, el lugar se transforma en un sueño, para el inadvertido, o en una marejada de recuerdos, para el más experimentado.
El bar está pintado con figuras antológicas en sus paredes. Ante la mirada sonriente de Gardel y los gritos del candombe de Castillo, se erige un escenario preparado para cuatro personas: Víctor y un trío compuesto por un piano, Leoni Zumbo; bajo, Alfonso Alcolea y timbal, Oscar Linero. Las canciones de Rubén Blades tienen un altar particular. Desde lo lejos se escuchan Prohibido Olvidar, Ella se esconde y otras más.
Sin embargo, los ecos de aquella vez cuando en el año 2010 Jimmy Bosch convocó a algunos músicos argentinos para dar un espectáculo en La Salsera, resurgió poco a poco como figuras que atravesaban un arco iris y se acomodaban frente al público con miradas cómplices y semblante de adolescentes a punto de cometer una travesura. Algunos dirán, una zapada. No. Las partituras que bosch les dio en aquel entonces salieron de su letargo hacia sus atriles como mariposas que no dejaron de aletear en varios años.
Miguel Ángel Tallarita (trompeta de Los Pericos, entro otros), Iván (trompeta) y el bongó de Julio Mateos fulguraron en el escenario, o debajo de él, con sonidos importados de la Fania para acercarse mucho a un All Star porteño ante los ojos incrédulos de un bar lleno en sus mesas y de oídos sorprendidos por semejante nivel de show.
Revivir aquel momento de La Salsera ya no era Sanata. Con el estímulo adecuado, las figuras de los próceres de las paredes tomaron nota que folclorista de la enorme talla de Gaby Luna agarró el teclado para que el Grito Santiagueño suene hasta el Caribe con la misma fluidez que se comen las empanadas con las piernas abiertas.
No hacia frio ni calor. No había viento. Sin nubarrones ni alertas el torbellino de recuerdos alcanzó a más de 25 años en la historia con estos muchachitos de antaño, demasiado sanos o ingenuos para tocar salsa en la verdulería 24 hs open de la calle Riobamba y Corrientes. En aquel tempo, eran sus padres los famosos. Si, leyó bien, verdulería donde se vendían jugo de frutas y la música surgió como el zumo del exprimido.
Es menester decir que Cejas y lo Nos metieron el dedo en las recientes heridas del alma al cantar Ojo de Perro Azul, tema que Blades ofrece en homenaje al Nobel Maestro García Márquez. De igual modo, que El Ratón de Cheo Feliciano fue quizás la canción más disfrutada de la noche tanto por los músicos como por la encarnación de la misma Ochún, insondable como hipnótica en la improvisada pista de baile.
Si el reloj marcó las horas o las detuvo es indefinible. No es fácil precisar si el show duró dos horas, 30 años o un parpadear de ojos. Es probable que en duermevela los recuerdos hayan asaltado el presente riéndose de los sentidos naturales.
Lo indudable es que esa música nos da una vuelta en calesita solo para volver a casa con la sortija de haber disfrutado una noche de esas que pasarán muchos años indelebles en la memoria.
Abril 2014 |